Noche de muertes

NOCHE DE MUERTES

Acababa de matar, de nuevo. Esa sucia rata se lo merecía. Aunque no lo hice por necesidad, sino para disfrutar del juego de acecho, sobresalto y muerte que tanto me atraía. Después me escabullí sin remordimiento, como de costumbre. Recorrí las callejuelas vacías, escondiéndome tras las esquinas oscuras cuando pasaba algún vehículo. A la vuelta de una de ellas me topé con un transeúnte que me miró con habitual desagrado y cambió de acera.

Pensé en volver a casa, pero no me apetecía la compañía de nadie, así que decidí poner rumbo hacia un lugar deshabitado donde solía matar el tiempo. Atravesé el bosque de árboles altos y delgados que lo circundaba y divisé sin dificultad, a pesar de la oscuridad de la noche, la tapia de mediana altura. Trepé por ella con ligereza y me deslicé hacia el interior del recinto.

La luz anaranjada y tenue de las velas me desconcertó. Jamás había visto ese lugar tan exuberante de flores frescas. En un lateral, alumbrado y adornado aún con mayor exceso, me llamó la atención una calavera. Era más grande que la de un humano y estaba coloreada. Esquivé con temor el recipiente de agua que tenía al lado y me acerqué a la inscripción que había en el fondo.

“Francisco Santos.
Ciudad de México - 1900
Retamal - 1983”.

La observé con indiferencia y busqué un lugar donde dormir acurrucado. A lo lejos el tañido de una campana se repitió doce veces. Justo después se formó un remolino que zarandeó los árboles cercanos y apagó todas las velas violentamente. Tuve un mal presentimiento. Lo confirmé cuando un frío fulminante erizó mi espinazo.

Contemplé atónito cómo desde cada una de las inscripciones y estatuas comenzaron a surgir unas figuras blanquecinas y ululantes que se acercaban tenebrosamente a mí.

A punto de morir de terror, tuve un último momento para pensar en mi reciente crimen y en un propósito de enmienda para la siguiente vida. Pero entonces recordé que la sexta vez me atropelló el camión de la basura. Lástima.

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