Tres veces
Ella lo contaba siempre con una sonrisa, divertida por la
situación. Yo, en cambio, coprotagonista de la historia, sentía cierta
vergüenza por haberle hecho tal agravio un día al salir de la guardería.
Mi abuela María era – cuesta decirlo en pasado – una persona
afable y de buen humor. Con paciencia y cariño conseguía capear los momentos de
impertinencia de su nieta sin necesidad de recurrir a advertencias o castigos.
Era además generosa, como sólo los que han pasado alguna estrechez en la vida
pueden serlo, y su bondad, magnificada por mi mirada infantil, me hizo creer
que no había en el mundo persona más buena que ella.
Con todo, un día la puse en un aprieto importante. Era un
día de junio en Madrid y yo no debía de tener más de tres años. Al parecer, mi
actividad preferida en la guardería era quedarme a comer con los bebés menores
que yo. Esto no ocurría a menudo, porque lo normal era que mi abuela viniese a
recogerme trayendo consigo un polo de hielo sabor cola escondido en la
bolsa con la compra del día. Así el caluroso camino de vuelta a casa se
sobrellevaba mejor.
Ese día mi abuela se presentó en la guardería con su bolsa
de la compra, su vestido de flores y sus labios pintados y, como de costumbre,
le preguntó a la chica por mí. Debía de oler ya a papilla de cereales y leche en
polvo, porque, cuando llegué a la entrada, ante la mirada estupefacta de mi
abuela, dije que yo a esa señora no la conocía de nada.
- Hija mía, que soy yo, tu abuela…
Volví a negar. Debí de ser tan categórica que la chica de la
guardería no tuvo el valor de ignorarme. Quizá pensó que con mi intuición
infantil yo advertía algún detalle o algún gesto, imperceptible para ella, que
no identificaba con mi abuela.
- Pero hija mía, que te traigo el “flax” de coca-cola que tanto te gusta…
No sucumbí y volví a negar. Para la chica de la guardería
ese gesto rechazando la golosina supuso la confirmación de sus
peores sospechas.
- Por Dios, pero si soy yo, ¿vienes conmigo y te
compro otra cosa que te guste más?
Negué tres veces, como hizo Pedro. Yo no sabía quién era esa
señora. La chica de la guardería se disculpó con mi abuela y le dijo que era
mejor llamar a mi madre para que me recogiera.
Así que se quedó allí parada, esperando que acudiera mi madre, con el polo de hielo derritiéndose dentro de la bolsa de la compra, mientras yo, con el objetivo cumplido, disfrutaba de la comida con el resto de niños. Menudo bochorno pasó, contaba mi abuela, viendo como una
renacuaja de tres años le ponía la cara colorada. Al menos la chica de la
guardería fue razonable y no llamó a la policía…
A mi madre ya no tuve el cuajo de negarla, por supuesto. Los
niños aprenden pronto hasta dónde pueden llevar los límites y con quién. Lo que
sí hice fue disculparme, delante de la chica, con mi abuela, y prometer que no
lo volvería a hacer. Ella, evidentemente, nunca me guardó rencor y siguió
recogiéndome de la guardería con una sonrisa y un polo de hielo de sabor cola.
Veintiocho años más tarde, una noche de marzo recibí una
llamada que significaba que ella dejaba de estar. Pero no de ser esa abuela
ideal, cariñosa y alegre a la que negué tres veces y quise mil millones de
veces más.
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